La noche era cálida y húmeda, cargada de un aire eléctrico que parecía palpitar al ritmo del bajo ensordecedor. En un intento de comprender mejor la cultura local —o al menos eso le dijo a sus colegas—, la doctora Freyja Dødnatt había aceptado la invitación de un grupo de jóvenes investigadores que insistieron en llevarla a "vivir la verdadera experiencia latina".
El boliche estaba repleto de cuerpos en movimiento, un mar de sudor, luces estroboscópicas y vibraciones tan intensas que se sentían en el pecho. La música, dominada por el golpe monótono del dembow, parecía arrastrar a todos a un trance compartido. Aquella visita, inicialmente concebida como un simple desahogo social, terminó siendo el germen de una de las teorías más provocadoras de su carrera.
De origen noruego, especializada en biología molecular. Llegó a Argentina luego de dictar algunos doctorados por prestigiosas universidades de EEUU. Alta, de complexión delgada, su silueta proyecta rigidez. Sus ojos, de un azul acerado que parece perforar cualquier máscara de pretensión, llevan consigo la mirada de alguien que ha desafiado más de una vez las certezas del mundo. Dicen sus colegas que su mirada no solo observa, sino que también disecciona. Su voz, grave y serena, tiene la cadencia de un antiguo canto. Cuando se le pregunta por su método de trabajo, Freyja responde enigmáticamente: "Los patrones están en todas partes; solo hay que saber dónde mirar". Y esa frase, como ella misma, parece esconder más de lo que revela.
Aquella noche Freyja notó cómo las repeticiones rítmicas se reflejaban no solo en los movimientos, sino también en los gestos, las conversaciones gritadas sobre la música y la misma estructura de la interacción social. "Esto no es baile; es un circuito cerrado" pensó. Algo en la monotonía de los graves y el patrón predecible del ritmo parecía, a sus ojos, manipular el entorno, homogeneizarlo. La idea la golpeó como una revelación. Miró a los jóvenes a su alrededor, consumistas, superficiales, inmersos en un mar de luces y sonido, y no pudo evitar imaginar sus cerebros como un microcosmos sometidos a un patrón intencionalmente incesante. Fue entonces cuando algo más perturbador la atravesó: ¿Y si lo que estaban absorbiendo no era solo ruido, sino un residuo? ¿Y si, sin saberlo, este consumo cultural estaba produciendo un efecto literalmente físico, en sus mentes? Ella no estaba ya en "una fiesta" estaba presenciado un laboratorio vivo.
En la mañana siguiente discutió estas ideas con la Dra. Ingrid Gravlund, neurobióloga centrada en efectos sinápticos, y acordaron estudiar en algunos de los jóvenes reguetoneros locales, la actividad cerebral. Conseguir la colaboración de esos chicos no fue difícil, según lo expresado por Gravlund - Si son capaces de dejarse escanear la retina por un puñado de dólares, no era mucho más de lo que debíamos pagarles por escanearles el cerebro. -
El primer sorprendido por tan ambiciosa investigación fue el Dr. Håvard Blodfjell - Al escanear sus cráneos mis ojos no daban crédito a lo que estaban viendo... ¡tenían cerebro! -
Luego de algunos meses de intenso trabajo en los laboratorios de la Universidad "Vlad Tepes" de Transilvania, el paper fue publicado en la prestigiosa revista de divulgación científica "Contra-Nature" bajo el título "Autogénesis de Nanoplásticos en Sinapsis Neuronales Inducida por Estímulos Sonoros de Alta Intensidad"
Dødnatt y su equipo describen cómo los patrones rítmicos altamente repetitivos y las frecuencias graves del reguetón generan un fenómeno denominado "Resonancia Sináptica Forzada" (RSF). Este proceso induce una reorganización bioquímica en las sinapsis neuronales, favoreciendo la formación de estructuras plásticas a nivel nanométrico.
La población jóven de países subdesarrollados se han visto expuestas desde la misma concepción, a un entorno tóxico y contaminante, que sumados a déficits alimenticios, generó una mutación genética. Precisamente, explica el artículo, es la aparición de una nueva enzima llamada "nanopolimerasa sináptica" que facilita la catalización y sintetiza nanoplásticos a partir de fragmentos metabólicos.
La exposición frecuente a sonidos como el Reggaeton generan una resonancia molecular que reorganiza lípidos y proteínas hacia configuraciones más estables pero anómalas. Esta polarización acústica altera la dinámica electroquímica de las sinapsis, permitiendo la formación de estos polímeros.
Los efectos observados incluyen rigidez en la plasticidad neuronal, disrupción en la señalización sináptica y, fenómenos neurotóxicos que podrían alterar la función cerebral, afectando procesos fundamentales como el lenguaje, la memoria, y la motricidad.
El sociologo alemán Wilhelm Grauhaus, amparándose en el trabajo de la Dr. Dødnatt, publicó recientemente el libro títulado: "Kapitalistische Neurokontamination" donde explica cómo las dinámicas de consumo moldean no solo los comportamientos, sino también los propios procesos neuronales, donde el egocentrismo, la meritocracia y la obsesión con el rendimiento perpetúan un ciclo de descomposición humana, mientras la música comercial actúa como estimulante para el consumismo superficial y un anestésico para la reflexión crítica. En palabras de Grauhaus: "La mente moldeada para consumir, para reproducir patrones, se llena de residuos, como el planeta. Los nanoplásticos neuronales son el subproducto de un sistema que no deja espacio para la complejidad, el silencio o la disonancia."
Los expertos sugieren que es urgente investigar alternativas acústicas que rompan los patrones repetitivos y promuevan la neuroplasticidad. Por su parte, Grauhaus aboga por modelos sociales que valoren la reflexión, el arte auténtico y la cooperación, en lugar del consumo incesante y el conformismo. Mientras tanto, el fenómeno de los nanoplásticos neuronales permanece como un inquietante recordatorio: lo que consumimos, ya sea música o ideas, moldea literalmente quiénes somos.
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